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La muerte de Hamilton Naki, condenado durante casi cuatro décadas al anonimato por su condición de negro, nos recuerda uno de los episodios más vergonzosos de la medicina moderna.
En la Sudáfrica racista del apartheid, donde se establecían diferencias en el sistema jurídico en función del color de la piel, fue Christian Barnard -sudafricano blanco- quien en 1967 recibió todos los honores por llevar a cabo el primer trasplante de un corazón humano. Pero fue también Naki, el humilde autostopista, quien aquella noche hizo posible lo que durante siglos había supuesto un reto imposible para la medicina.
El 2 de diciembre de 1967, Denise Darvaald, una joven blanca atropellada al cruzar una calle, fue trasladada con urgencia al Groote Schuurhospital (El Cabo), donde se le diagnosticó muerte cerebral, aunque su corazón seguía latiendo.
En otra cama del mismo hospital, Louis Washkansky, un tendero de 52 años, agotaba sus últimas esperanzas de vivir. Entonces, el Doctor Barnard decidió intentar el trasplante. En una épica intervención de 48 horas, los dos equipos lograron extraer el corazón de la joven e implantarlo en el cuerpo de Washkansky. Los asistentes recuerdan la delicadeza con la que Naki limpió el órgano de todo rastro de sangre antes de que Barnard volviese a hacerlo latir en el pecho del hombre.
Pero, ¿qué hacía Hamilton Naki, un ciudadano de segunda, que había abandonado los estudios a los 14 años por necesidad, en medio de una de las operaciones más destacadas del siglo? Quizás las palabras del célebre Barnard, poco antes de su muerte, lo resuman: "Tenía mayor pericia técnica de la que yo tuve nunca. Es uno de los mayores investigadores de todos los tiempos en el campo de los trasplantes, y habría llegado muy lejos si los condicionantes sociales se lo hubieran permitido".
Nacido hacia 1926 en una aldea del antiguo protectorado británico del Transkei (provincia de El Cabo), todo parecía condenarle -como al resto de sus compatriotas negros- a una existencia mísera en el inicuo régimen del apartheid. Poco a poco, sus capacidades le fueron granjeando puestos de responsabilidad. De limpiar jaulas pasó a intervenir en operaciones quirúrgicas a los animales del laboratorio, donde tuvo la oportunidad de anestesiar, operar y, finalmente, trasplantar órganos a animales como perros, conejos y pollos. De manera encubierta, Naki se había convertido en técnico de laboratorio.
Él a menudo ingrato trabajo de experimentar con animales le permitió afinar sus dotes quirúrgicas: "Ahora puedo alegrarme de que todo se sepa. Se ha encendido la luz y ya no hay oscuridad", dijo éste héroe clandestino al recibir en 2002 la orden de Mapungubwe, uno de los mayores honores de su país, por su contribución a la ciencia médica. Hasta sus últimos días, uno de los mayores cirujanos del siglo sobrevivió con una modesta pensión de jardinero.
JORGE ESCOHOTADO
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